jueves, 3 de enero de 2008

Tic... Tac... Toc...


Me gustan los relojes. Grandes. Relojes. Me han regalado un gran reloj. Desde las alturas domina majestuoso la sala de estar. Estamos, y somos. El tiempo a veces corre, a veces camina. Me tranquiliza el que marquen orgullosos su rutinaria cadencia. Los relojes pequeños hacen tic, el mío hace toc... Toc... Toc... Se oye, y sin gran esfuerzo, se puede escuchar. Ser consciente de que el tiempo camina, vuela bajo, sobre nuestras cabezas. Los relojes de arena representan de manera fidedigna nuestra finita existencia, la arena se escapa entre nuestros dedos, como la vida. El progreso marginó a los relojes a cuerda, los de pila se parecen más a nosotros, tienen fecha de caducidad, pero los que se imponen son los que nos vampirizan, los que aprovechan el movimiento de la muñeca para conseguir la energía que necesitan. De todas formas, en esta sociedad sedentaria en la que vivimos, ¿Será suficiente esa energía para que el tiempo no se detenga? Es más, ¿Bastará que agitemos nuestras muñecas para que el mundo avance? Si nos atenemos al tópico de la actividad sexual de los vascos, podríamos llegar a la conclusión de que las muñecas vascas son muy activas... No se yo si el tiempo pasará más rápido aquí, pero nuestro pequeño y endogámico país no parece avanzar a marchas forzadas... Ciudadanos, démonos cuerda.

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