
A simple vista no hacían nada diferente a los demás clientes, apuraban sus zeros como si fueran infinitos, lanzaban unos dardos que siempre daban en la diana de su amor, reían y hablaban hasta que llegaba el momento de volver a la superficie, a la realidad, a ese día a día en el que tenían que ser otros. Pero las tardes eran suyas, y de tarde en tarde, soñaban despiertos con que la caída del sol no apagara ese momento.
La camarera siempre les sonreía y les atendía muy amablemente, consciente de que emanaban un amor tan intenso, que inundaba ese bar subterráneo, que podría ser un refugio antiaéreo, un refugio antirealidad. Lo que ella no sabía es que era una de las pocas personas que compartía ese momento, no era consciente de que ese lugar que para ella suponía trabajo, para ellos representaba la libertad: Para ellos la claustrofobia estaba en la calle.
Cuando llegaba el fatídico instante de subir a la superficie y ver cómo el sol se llevaba esa tarde que solo era suya, lo hacían muy despacito, eran dos pequeños tramos de escalera lo que separaba el amor desbocado de la realidad amordazada, que no tenía nada de amor a pesar del adjetivo, que viene de morder, como les mordía esa realidad, les arrancaba el uno al otro a bocados. Se tomaban su tiempo para emerger, muy despacito, escalón a escalón, de manera cansina, derrotados, pero antes de llegar al final protagonizaban una pequeña rebelión, se abrazaban y besaban como si fuera la última vez, pero es que ¿quién te puede asegurar que cuando estás besando y abrazando a la persona que amas y que te ama no sea la última vez?
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