
Hay diálogos, pero no se escuchan. Observamos la vida a distancia, las situaciones cotidianas de cualquier persona, desayunar, ir a tomar un café, charlar con un amigo, sacar dinero de un cajero... Solo que en este caso, esa rutina es la de un etarra. No hay tensión dramática, no hay subrayados, aunque desde el instante en el que se eligen unos momentos determinados y se obvian otros, ya hay una intención. La de Rosales es la de mostrar que aquel que mata no es tan diferente a cualquiera de nosotros. Que probablemente es más lo que nos une que lo que nos separa. Y todo esto sin un lenguaje cinematográfico convencional. Más cercano a la videocreación que al cine de consumo. Pero aunque el lenguaje esté libre de ataduras, los corsés de la distribución obligan a que, si quieres que tu película llegue a los cines, ha de llegar a los 85 minutos, y en este caso algo que podía ser atrevido y brillante con una duración notablemente más corta, se convierte en algo atrevido pero mortal para cualquier espectador cuyo nivel de snobismo no esté disparado. La de la duración stándar de los largometrajes cinematográficos, esa es la última frontera que le queda por derribar a Jaime Rosales, pero ¿se atreverá?
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