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Juegos de infancia
Era una mañana de invierno, fría y húmeda. O así la recuerdo yo al menos. No tendría más de 6 años. El colegio era una aventura diaria, y el recreo, ese tiempo y espacio en el que reivindicarnos, y conocernos. El mío no era un colegio religioso, pero sí que utilizaba las instalaciones de una orden religiosa, y el rincón más fascinante del patio era un pequeño montículo de rocas presidido por una virgen de cemento. Subíamos ese montículo, lo coronábamos, nos sentíamos los reyes del recreo por un instante, y lo bajábamos por el otro lado. No le hacíamos mucho caso a la figura, no despertaba nuestro interés la única habitante de esa isla en nuestro patio. De vez en cuando algún religioso cruzaba lo que considerábamos nuestros dominios y que realmente eran los suyos, y les mirábamos con cierto recelo, miedo incluso, su oscura presencia interrumpía por unos momentos hasta nuestros partidos más disputados.
El recreo avanzaba inexorable, y en un momento dado, Aitor y yo nos inventamos un juego. Nos escondimos tras el montículo, e intercambiamos toda nuestra ropa, de arriba abajo. Al llegar a clase, no se muy bien cómo la profesora se dio cuenta del cambio, y nos volvió a poner a cada uno nuestra ropa. Pero, ¿y si nos cambiamos algo más que la ropa? ¿Si realmente nos cambiamos hasta las identidades? ¿O si nos cambiamos las identidades y no la ropa? Quizás yo ahora sea Aitor, haya vivido su vida, y él la mía. Hasta ahora.
Recordé esta historia de mi infancia al ver en el festival de cine de San Sebastián El niño con el pijama de rayas. ¿Pero es un recuerdo mío, o de Aitor?
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