
En mi cada vez más lejana infancia (como la vuestra), los niños, tras ver Mázinger Z, nos dedicábamos a callejear; Andar en bici, jugar al fútbol en la pista de patines, perseguir gatos y… Entrar en casas abandonadas. En mi barrio recuerdo hasta 4: Casas solariegas, villas que bien podían haber sido la residencia de Norman Bates. Casas que tendrían su historia, y que a nosotros nos producían una mezcla de miedo y excitación. La aventura estaba a la vuelta de la esquina: Bastaba esperar a que cayera el sol, y armados con alguna linterna que tomábamos prestada de casa, nos lanzábamos a descubrir qué misterios podía albergar alguno de esos ruinosos edificios. Siempre había una tapia, una verja, pero nuestra curiosidad era capaz de superar los más oxidados obstáculos. A veces te encontrabas con algún desheredado conservado en alcohol, y no se quien de los 2 se llevaba el mayor susto.
Hoy en día los niños según parece no viven tanto en la calle como lo hacíamos generaciones previas. Las aventuras se encierran en la play station. De hecho, ya no hay casas abandonadas. Pero pronto las habrá: Eso sí, no serán ruinosas, serán casas a estrenar, que nadie habrá comprado. Bastara forzar una puerta para que un niño satisfaga su curiosidad, pero todo estará asépticamente virgen, no habrá historias, vidas a imaginar, no quedarán recuerdos impresos en un desgarrado papel pintado.
Hoy en día los niños según parece no viven tanto en la calle como lo hacíamos generaciones previas. Las aventuras se encierran en la play station. De hecho, ya no hay casas abandonadas. Pero pronto las habrá: Eso sí, no serán ruinosas, serán casas a estrenar, que nadie habrá comprado. Bastara forzar una puerta para que un niño satisfaga su curiosidad, pero todo estará asépticamente virgen, no habrá historias, vidas a imaginar, no quedarán recuerdos impresos en un desgarrado papel pintado.
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